lunes, 23 de mayo de 2016

VI CERTAMEN DE NARRATIVA DEL IES PADRE POVEDA. CURSO 2015/2016

Dos de mis alumnos ganan el VI certamen de narrativa del IES Padre Poveda. Ambos premios pertenecen a la misma modalidad: Categoría B: Segundo Ciclo de Secundaria. En concreto estamos hablando de 3º de la ESO.
FELICIDADES POR VUESTRO PREMIO, POR LA CALIDAD DE  VUESTROS TEXTOS Y POR LA EMOCIÓN QUE SIEMPRE DEPOSITÁIS EN TODO LO QUE HACÉIS.
ENHORABUENA CHICOS!!!!

MARTA GARCÍA QUIRANTE


                                              LA GALENA DE ROMA
 
            Era un día nublado, triste y tenebroso. Los legionarios avanzaban hacia un bosque espeso, infranqueable. La tierra del camino se adhería con una gran facilidad a las sandalias.
Cayo marchaba raudo. Un único objetivo asolaba su mente, el de devastar un poblado íbero. Finalmente, tras varios minutos de recorrido, consiguen llegar al emplazamiento.
            Una espada acompaña a cada uno de los soldados, que emocionados ante la operación que posteriormente realizarán, deseaban ser eficaces, por lo que los escudos, las lanzas y los estandartes romanos  permanecieron en el campamento.
            Ante sus ojos apareció la población. Era un conjunto de moradas amontonadas entre sí.
No había rastro de ningún hombre. Supusieron que estaban realizando otros labores que requerían el adentrarse en otros lugares.
            A los soldados les pareció una buena idea, pues no tendrían que luchar cuerpo a cuerpo con ellos. Además, así se reduciría el número de bajas entre las filas romanas.
Sin más dilación, los legionarios empezaron a segar vidas de mujeres, niños y animales.
Cayo, como buen general que era, ajustició a numerosas personas. Sin embargo, una de ellas tenía adherido, como si sus últimas fuerzas conllevaran algo,  a un bebé de unos pocos meses.
            La mirada y la sonrisa de la criatura ablandó el corazón del oficial y , en vez de ejecutarla, optó por cuidarla. Él no había tenido hijos, su esposa no podía concebir y había matado a la madre de la criatura.
            Finalizada la masacre del pueblo íbero, los soldados romanos retornaron al campamento.
Cayo, emocionado ante la adquisición, decide llevarse junto a él al bebé. Considera que debe  protegerla  pues cree que en Roma una mejor vida le podrá proporcionar.

            Un nuevo día amanece  en Roma. Los rayos del sol se posan en el dorado cabello de Cornelia.
            Hace 17 años que su padre adoptivo la trasladó desde la actual Hispania hasta la capital del Imperio Romano. No se siente decepcionada con él, es más, ni se lo plantea. Es duro perder a los padres biológicos, sin embargo, Cayo le facilita una buena educación. Además de amarla y respetarla.

            Cornelia tiene un sueño, no el establecido por las propias patricias romanas. A ella le encantaría  ejercer el oficio de médico en las legiones. No es camino fácil de recorrer, pues está totalmente prohibido que una mujer lo pudiera llevar a cabo. Pero tenía que honrar el nombre de su familia y no le sobrevenía  una mejor forma de realizarlo. ` ¿Qué  mejor que salvar una vida para sentirme  plena?´, se decía a sí misma.
            Su padre le había enseñado desde muy pequeña que una guerra no sólo se ganaba al vencer al enemigo, sino al ayudar y cuidar a los soldados malheridos.
            Esta noche no había dormido debido a la negativa del Senado. Esta institución se  resistía en  abolir la ley que prohibía  la práctica de la medicina en las mujeres, indistintamente de la elevada posición social que tuvieran. Sin embargo, ella rehusaba darse por vencida. Siempre había sido una niña muy obcecada y testaruda, cuando quería algo no paraba hasta conseguirlo, y este caso no iba a ser menos.
            A pesar de las advertencias de los senadores, que cada vez eran más habituales, Cornelia siguió con su objetivo. Muchos fueron sus mentores, uno de ellos su gran amigo Atilio. Él procedía de la Galia, de una ilustre familia que ejercía la medicina desde tiempos muy remotos. Atilio le   enseñó  todo lo necesario para atender a los legionarios, por ejemplo, cuando una extremidad debía amputarse.
No obstante, el camino para ejercer su amada profesión no fue fácil. Muchos opositores pretendieron atentar contra su vida en numerosas ocasiones. Por ello, decidió continuar sus estudios en Atenas, donde Areteo de Capadocia le adoctrinó.
            Un día, encontrándose Areteo de viaje, el gobernador de Grecia se presentó ante Cornelia, alegando que su esposa se encontraba de parto y ningún médico encontraba el remedio para que la mujer no perdiera más  sangre. Inmediatamente, la protagonista se desplazó hasta el lugar.
Allí, varias personas la recibieron, entre ellas la parturienta. Ésta se encontraba débil, además de enferma. Minutos después, Cornelia apareció con una criatura entre sus brazos. Todos los presentes se asombraron, ¿cómo una fémina pudo asistirla en esas condiciones, en la que se daba por fallecida a la esposa del  cónsul? Muy sencillo. La protagonista empleó numerosas hierbas  para el proceso. A continuación, las infundió y se las dio a beber a la enferma. Tal efecto producían las plantas que, en varios minutos, expulsó al bebé.

Tras el episodio con la mujer, su nombre fue aclamado en las calles de Grecia. Todas las personas deseaban que Cornelia las tratase.  Esta situación no tardó en desaparecer, pues la envidia no es buena compañera. Muchos galenos  se rebelaron contra ella.  Manifestaron que las mujeres estaban inhabilitadas para ejercer la medicina  y que los pacientes de Cornelia se encontraban hechizados por la misma. Por todo ello, la protagonista tuvo que abandonar  su ocupación y dirigirse a Egipto, concretamente a Alejandría.
Su fama traspasó límites. En su estancia en la población egipcia pudo aprender  de  numerosos eruditos.
            Tras una década fuera de su añorada Roma, decide volver.  En esta ciudad, determina completar  su formación, para que finalmente pueda unirse a las legiones. 
De nuevo, la diosa fortuna no se  apiadaba de ella: parte de la población padecía una grave epidemia.  Mientras que las personas con una elevada posición social podían permitirse médicos que contrarrestaran sus  síntomas, los restantes morían. Todos estos injustos hechos Cornelia no podía soportarlos. Por ello, decidió establecer en su propia domus una consulta en el que podía atender a los aquejados. Gracias a su pasión y su amor por la medicina pudo salvar  innumerables vidas. 
Tras finalizar este episodio, y con brillantes hazañas en su historial, decide volver a enfrentarse de nuevo con el Senado.  Éste, tan terco como antaño, decide que la única solución para que Cornelia desaparezca sea  su ingreso en una legión para asistir a los heridos.
            Días  más tarde, la protagonista  marchaba  junto a una legión, la III, a través de un inhóspito sendero. La oscuridad reinaba en el lugar.   De pronto, unas flechas surgieron  de la maleza, alcanzando a varios soldados. Todo esto ocurrió de una forma veloz. Los atacantes, además de abatir, raptaron a los supervivientes, excepto a Cornelia. Ésta se encontraba escondida en un arbusto, por lo que no pudieron localizarla.  A continuación, abandonó su posición. Ante ella apareció una escena que desde entonces todas las noches asola su mente: las cabezas de los legionarios se encontraban ensartadas en unas ramas de árboles y los estandartes romanos  destrozados.
            Varios días después, gracias a su constancia, consiguió acceder al campamento romano.
No fue una bienvenida calurosa, puesto que  era una mujer. Sin embargo, pudo recuperarse  debido a la gran cantidad de comida y vino que le ofrecieron.

Varios años después, en una villa  de Roma...
-¡Ahh! Por Cástor y Pólux. ¡Qué daño!
-Lo siento. Vuestra herida se encuentra en un lugar muy remoto y es imposible curarla sin que la roce.
Cornelia se levantaba. Ya había realizado su labor. Desde ahora, la Fortuna le sonríe. Gracias al tesón de su padre y sus aliados en el Senado, la ley que prohibía el ejercicio de la mujer en la medicina no existe. En la actualidad, es una galena muy importante en la sociedad romana. Ahora, todas las personas, indistintamente de su posición social, la reclaman. Hace unos minutos, había atendido a uno de sus mayores oponentes. Éste incluso había contratado sicarios para finalizar la vida de la muchacha.  Pero Cornelia, muy eficaz en su oficio, para vengarse de él hizo que sus heridas dolieran más.



PABLO LÓPEZ MEDINA


Historia de un pícaro en el s. XXI

Mi nombre es Pedro Carrasco, y nací en un pueblo de Toledo. Era el menor de cuatro hermanos, hijos de Paco Carrasco y Josefina Hurtado, ambos de profesión lecheros.
A los seis años fui por primera vez a la escuela, algo que de agradable tuvo poco para mí. No es que fuera mal estudiante, sencillamente no mostraba interés. Cosas malas me pasaron en la escuela; por suerte, por cada cosa mala me venía una buena: entablé amistad con un chavalico llamado Martín González, originario de una ciudad más al sur, con un nombre difícil de memorizar. Todos mis compañeros eran muy buenencicos y daban coba a los maestros. Yo ni era un diablo ni tampoco un santo, pero a los maestros les sentaba mal que no sintiera admiración hacia sus personas. Martín era todo lo contrario a aquellos mis compañeros. Pensábamos igual y compartíamos aficiones. Aún recuerdo las buenas tardes que pasábamos importunando a un chico llamado Enrique el Bolilla (desconozco el significado de este mote). No era un estudiante brillante, al igual que un servidor; la razón de nuestras burlas era que nos daba rabia su persona (hago este apunte para aclarar que no hacíamos maldades por envidia). Eso sí, el Bolilla no se cruzaba de brazos y nos daba buenas zurras. Al llegar a casa, nuestros padres también nos zurraban por meternos con los demás niños del pueblo.
A los quince años mi padre me puso a trabajar en el campo, donde ya trabajaban mis otros hermanos. Sembrábamos verduras y hortalizas, y elaborábamos cestas y otros objetos con lino o esparto. Todo eso lo vendíamos posteriormente en el mercado.
A Martín tampoco le gustó demasiado su trabajo como carpintero. Éramos inocentes, soñadores, ilusos, y creíamos que sabiendo contar hasta diez o recitando el abecedario llegaríamos muy lejos. Deseosos de hacer algo importante en la vida, nos marchamos del pueblo para no volver más. Decidimos tirar hacia el sur, porque queríamos ver el mar desconocido para nosotros, ya que no conocíamos más mundo que nuestro pueblo. Queríamos ir al sur, pero nuestra inexperiencia en orientación nos condujo a Oropesa. La caridad de las personas es tan grande que ni se molestan en parar sus vehículos al ver a dos jovencillos plantados a un lado de la carretera haciendo señas. Los coches fueron lo más increíble que vimos al irnos de casa. Desde que me alcanza la memoria, nunca había visto ninguno, y la primera vez que pasó delante de mí un coche me emocioné.
En llegando a Oropesa, nos topamos con una feria ambulante a la que decidimos unirnos, ya que teníamos entendido que se dirigía a Granada. Nuestra tarea era muy importante: éramos los chicos encargados de los abrigos. Puede parecer que no tiene tanta relevancia dicha tarea, pero yo puedo demostrar lo contrario: mucha gente bien inocente, o bien descuidada, nos dejaba sus abrigos con carteras llenas de dinero. Nosotros, dos pícaros por naturaleza, minuciosamente registrábamos todos los chaquetones que a nuestro cargo se quedaban. Eso sí, tomábamos precauciones: sólo nos hacíamos con una pequeña parte del botín, para evitar posibles sospechas. Y por supuesto, nuestro jefe no sabía nada de nuestras fechorías. Ese grandísimo avaricioso (más avaricioso y se convierte en rata) nos pagaba nuestras horas de trabajo con unas cuantas monedillas, y lo hacía cuando quería. Podría decirse que Martín y yo nos tomamos la libertad de subirnos el sueldo.
Por desgracia, nada es eterno: un buen día, uno de los visitantes de la feria nos pilló durante una de nuestras faenas. Tal fue el cabreo que pilló el hombre que nos agarró a cada uno de un brazo y nos llevó en volandas hasta la caravana-despacho de nuestro jefe. Nos calificó como “esos dos sinvergüencillas que registraban los abrigos”. El jefe nos echó de la feria y nos abandonó en mitad del campo. Eso sí, tuvo un buen detalle: como aquella tarde estaba refrescando, antes de irse nos dejó bien calentitos. Nos golpeó con todo lo que pilló menos con las manos. Íbamos por el campo que parecíamos dos personajes sacados de un cuadro de Goya. Éste fue el primer palo que nos llevamos, y desde luego no sería el último.
Con el dinerillo que habíamos ganado, decidimos hacer realidad nuestro deseo de ir hacia el sur. Nuestro siguiente destino fue Granada. Es curioso que en estos meses que llevamos fuera de casa hayamos visto más mundo que en toda nuestra vida. Allí en Granada, en las principales calles hay multitud de artistas callejeros, o simplemente gente que pide limosna. Rápidamente entablamos amistad con toda esta gente. Pronto, la falta de dinero pasó factura: la amistad se fue tensando. Martín y yo comprendimos que tendríamos que poner en marcha otro engaño. No fue difícil: de vez en cuando, Martín formaba un escándalo en la calle (por ejemplo, fingía desmayarse). Entre la confusión, yo iba limpiando los ceniceros o sombreros en los que nuestros compañeros de la calle guardaban sus ganancias. Esta vez no era necesario tomar tantas precauciones, ya que era difícil sospechar de dos chavalicos jóvenes e “inexpertos” (ya se sabe el por qué de las comillas) con tanta gente en la calle. El dinero no era problema; la comida, sí.
En la feria, nuestro jefe era el más tacaño del mundo para pagarnos, pero con la alimentación era más generoso: todos los días nos metíamos una buena ración entre pecho y espalda. Aquí era diferente. Pasamos una semana sin nada que llevarnos a la boca, hasta que un día descubrimos la tienda de alimentos precocinados de la señora Rufina. Todos los días íbamos a visitarla, y nos daba algo de comer. << Anda, criaturicas, comed, comed, que en edad de eso estáis >>, decía. Nuestra intención era pagar, pero la buena doña Rufina se negó en rotundo a aceptar nuestras monedillas y nosotros no insistimos demasiado.
Como dije anteriormente, nada es eterno, y esta vez no iba a ser diferente: conocimos a Rodolfo, el marido de Rufina. A este “maravilloso y atento” hombrecillo le atormentaba día y noche la idea de que dos pillos se aprovechasen de su inocentona esposa. Se notaba mucho las ganas que tenía de deshacerse de nosotros, y lo consiguió: un buen día para él y malo para nosotros, ese perro viejo nos pilló en una de nuestras estafas. Como buen pregonero, anunció a voces lo que había descubierto, y nos obligó a huir. Era eso, o acabar calentitos de nuevo.
Con los dinerillos ahorrados, pudimos permitirnos un taxi. Nuestro siguiente destino fue Cabo de Gata. Al fin vimos el mar, que tantas ganas de ver teníamos. En la playa nos fue bastante bien: conseguimos “empleo” (entre comillas porque todos sabían que trabajábamos allí menos el jefe) en un chiringuito de playa. El jefe no es que tuviera pocas luces, lo que pasa es que siempre estaba demasiado ocupado como para fijarse en nosotros. El resto de camareros no nos delataron por dos razones. La primera, porque les hacía mucha gracia nuestro ingenio. La segunda, porque cada dos o tres días nos sentábamos en una de las mesas como clientes, y comíamos a la carta. Pagábamos los servicios de los camareros con nuestros ahorros.
Como no éramos empleados, no recibíamos sueldo. Eso no era problema, porque los clientes nos daban buenas propinas. Esas propinas constituían nuestra principal fuente de ingresos. Teníamos otra fuente más: todas las mañanas recorríamos la playa en busca de conchas y piedras bonitas, y luego elaborábamos baratijas (collares, pulseras…) que vendíamos a los bañistas. A pesar de lo que parece, también era una buena fuente de ingresos. Poco a poco fuimos amasando una pequeña “fortuna”.
Si algo he aprendido a lo largo de todo este tiempo es que el dinero es el centro del mundo: muchas personas hacen locuras por dinero. En menor medida, nosotros también hemos sido así, puesto que el objetivo de nuestros engaños y estafas era ganar dinero. Esta dependencia hacia el dinero surgió en el momento en el que nos independizamos; cuando éramos pequeños, no apreciábamos un puñado de monedas tanto como ahora. En conclusión, el dinero tiene un papel tan importante en nuestras vidas que es capaz de mover montañas.
Tras este pequeño inciso, sigo narrando: tras una temporada en la playa, nos cansamos de ella y nos fuimos en busca de otro trabajo. Durante cinco años estuvimos trabajando en todos los trabajos que se puedan imaginar. Además de evolucionar como personas, lo hicimos también intelectualmente. Dejamos a atrás a aquellos jovenzuelos catetos que sólo sabían contar hasta diez y recitar el abecedario.
Por aquellos tiempos conseguimos el mejor trabajo que habíamos tenido hasta el momento: mecánicos. Para mí, reparar coches tiene su encanto. Es una gran sensación la que te entra cuando piensas que el dueño del coche estropeado depende de ti. No me habría importado dedicarme más tiempo a la mecánica, pero me surgió algo mejor: la política. En efecto, vuestra merced ha leído bien. No parece lógico que un mecánico llegue tan lejos, pero bien sabido es que en la política puede meterse todo aquel que lo desee. Fue bastante divertida la forma en que comencé en este mundillo: mi último trabajo como mecánico consistió en reparar el motor de un coche que resultó ser el de un político. El nombre de dicho político me sugirió que podía ser de descendencia católica. Los políticos por lo general van bien peinados, trajeados… en definitiva, guardando las formas. Pero este que yo me encontré no parecía estar envuelto en esto de la política por su peinado (una coleta baja) y su forma de vestir. Esa misma mañana estuve leyendo el periódico y quise hacerme el inteligente delante de él: que si no se qué del IVA, que si no se qué del IBEX, que si no se qué de la PAC… Tal fue el asombro de este político de ver un mecánico tan entendido en economía que me ofreció unirme a su partido. Al parecer ya mismo había elecciones, y este político quería sustituir a un tal Eloy o algo así como presidente.
Cuando nos reuníamos en el Congreso de los Diputados, todo el mundo hablaba de términos que yo desconocía. Es más, si hubiera alguien que hablara japonés le entendería mejor. A pesar de las dificultades, desarrollé una técnica infalible: cada vez que se dirigían a mí, miraba fijamente a la persona que me hablaba y asentía. Cuando acababa, independientemente de lo que dijera, yo le daba la razón. Algunos que ya dominaban esta técnica dieron el siguiente paso: jugar a juegos en el móvil. Recuerdo que una vez me llevaron a la Cámara de los Eurodiputados, y me tocó hablar con un político del Reino Unido. No sabía inglés, así que tuve que improvisar: llevé a cabo mi técnica de asentir y dar la razón, pero como no sabía decir “tienes razón” en inglés, se me ocurrió repetir las últimas palabras que dijo mi interlocutor. Así lo hice, y el inglesico me miró con cara de perplejidad y se fue.
Mientras yo me codeaba con los políticos, Martín seguía en el taller. Intenté meterlo a él también en mi partido y no hubo problema: al parecer esto de la política funciona por enchufe.
Ya casi podíamos considerarnos políticos, pero nos faltaba el último paso: hacer una estafa.
Algunos blanquean capital, otros crean paraísos fiscales en Andorra o Panamá… Y yo me pregunté ¿y por qué no hacer eso mismo pero más cerca de España, o incluso dentro? Así lo hice. Metí dinero negro en una cuenta bancaria en un pueblo que ni conocen los que viven allí. No me acuerdo de cómo se llamaba. Me salió mal la estafa y me pillaron. Me obligaron a devolver todo lo robado, pero no tenía ningún duro. Por eso, los de mi partido se tuvieron que hacer cargo de la deuda. Tras una serie de pagos y visitas a los juzgados, quedé libre de cargos y volví a mi taller, donde estaría más tranquilo (en realidad los de mi partido me echaron).
Después de políticos, Martín y yo trabajamos en muchos más sitios, pero creo que ya me estoy alargando demasiado, así que para que descanse vuestra merced de tanta lectura, ya contaré esas historias en otra ocasión y aquí me despido.


















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